jueves, 29 de noviembre de 2012

Crueles engaños

Era todo tan real. Era la misma rutina de todos los días. Abrí los ojos con un débil rayo de luz colándose por la venta. Miré el reloj, pasaban de las cinco de la mañana. Un fresco olor a café me dio un impulso para ponerme de pie y como zombie tomé el teléfono celular que había sonado quince minutos atrás. Era ella, deseándome los buenos días como ya era costumbre, al lado de sus palabras un pequeño icono de unos labios que, en ese entonces, significaba lo importante que éramos el uno del otro.

Tomé una ducha. Vestí de pantalones Levi's azules, camisa a rayas y tenis desgastados. Fui por mi mochila y mientras desayunaba, iba camino a la escuela. El día pasaba lento y aburrido. Una monotonía que me hacía sentir en agonía constante. Tenía la mirada fija en el reloj que colgaba delante de mí, en la pared del salón de clases. El tiempo estaba en mi contra o conspiraba a mi favor. No sé, pero cada segundo era eterno y cada movimiento de la aguja merecía ser festejado.

Pasaron las diez, las once y las doce. Estaba a punto de terminar. Recibí otro mensaje, era ella "Te quiero ver" repetía una y otra vez. Un escalofrío recorría mi cuerpo cada vez que leía esas palabras. No sabía qué esperar, pero algo era seguro, también moría por verla.

Las clases terminaron y fui corriendo a verla. Atravesé toda la ciudad, el tráfico era horrible y el ruido no cesaba. Pasaron treinta minutos. Había llegado.

Caminaba lentamente entre arena y jardines de un parque solitario y escondido entre algunas calles. A unos metros de mí estaba ella. Radiante como siempre. Una brisa se colaba en su cabello y su mirada perdida me recordaba la inocencia que tanto me atraía.

Cuando llegué la miré y supe que algo andaba mal. Ella no vaciló en apartar la vista de mí. La sonrisa que siempre demostraba se había extinguido como fuego en una fría noche invernal. Todo era diferente. Las cosas habían cambiado.

Un aire de tensión y desconfianza nos acompañaba aquella tarde y las palabras eran sustituidas por miradas echas de tristeza y sonrisas inexistentes, todo acompañado de gestos que podían ser comparados con los de un pequeño bebé cuando pierde su peluche preferido. ¿Qué andaba mal? ¿Qué estaba pasando? No tenía respuestas, pero sí muchas dudas.

Ella finalmente me miró y dio algunas palabras, las lágrimas recorrían sus mejillas y un nudo en la garganta le hacía difícil el poder hablar. Yo escuchaba. Atento a cada palabra. Esperando a que sea una broma. Con la vaga esperanza de que aquello que estaba escuchando no fuera cierto. Erré. Todo había terminado. En el mismo lugar en el que empezó.

El aire escaseaba y todo se volvía borroso. Ella se desvanecía entre nubes grises y yo gritaba sin que nadie me escuchara. Estaba confundido. No sabía en donde estaba. Me agitaba. Y pasó. Abrí los ojos, eran las seis de la mañana. Todo había sido un sueño. Hice la misma rutina de todos los días, pero algo era diferente. Tomé mi teléfono celular y no había rastro de ella. Ya no estaba seguro de la realidad. ¿Había sido engañado? ¿Había decidido dormir hasta olvidar? ¿Realmente ella se había ido y todo había terminado? La pregunta está en el aire y la respuesta aun no llega hacia a mí.


Un comienzo normal

¿Cuál es la principal razón por la cual nos vemos reducidos a escribir nuestras emociones en un blog? ¿Será una soledad que no nos permite sonreír sin antes desahogarnos entre ríos de palabras? ¿O tal vez una necesidad literaria de convertir a las palabras en esclavas de nuestros sentimientos más profundos? Sea cual sea la razón, nos obliga a esto: escribir.

Toda mi vida me ha gustado escribir. Es algo que amo. Y es un desahogo sorprendente el que se logra con una pequeña articulación de palabras. Los traumas psicológicos más extraños ven la luz en la escritura. El subconsciente más oscuro se aclara con palabras. Y la tristeza más profunda se desvanece con mayor rapidez.

Tampoco parece justo utilizar a la literatura contemporánea, a los diarios, a los blogs, y libretas solamente para sentirnos bien con nosotros mismos. Es realmente un compromiso. Es algo que empezamos y estamos obligados a terminar. No sólo se trata de plasmar sentimientos en tinta. También se trata de transmitir sentimientos mientras otra persona nos lee. De provocar una excitación que sobrepase el roce de la piel de otro ser humano. Que provoque un orgasmo y un estremecimiento de la piel al leer palabras particulares que pueden obtener un significado exquisito para nuestros sentidos. Eso, es lo que cualquier escritor mataría por provocar a sus lectores.

Yo no soy un escritor, pero también tengo mucho qué decir.